Sobre la organización interna y externa de los establecimientos científicos superiores en Berlín


Guillermo de Humboldt

(Escrito en 1810; 1? edición: 1896) Traducción de Wenceslao Roces.


El concepto de los establecimientos científicos superiores, como centros en los que culmina cuanto tiende directamente a elevar la cultura moral de la nación, descansa en el hecho de que estos centros están destinados a cultivar la ciencia en el más profundo y más amplio sentido de la palabra, suminis- trando la materia de la cultura espiritual y moral preparada, no de un modo intencionado, pero sí con arreglo a su fin, para su elaboración.

La esencia de estos establecimientos científicos consiste, pues, interiormente, en combinar la ciencia objetiva con la cultura subjetiva; exteriormente, en enlazar la enseñanza escolar ya terminada con el estudio inicial bajo la propia dirección del estudiante o, por mejor decir, en efectuar el tránsito de una forma a otra. El punto de vista fundamental, es, sin embargo, el de la ciencia, abarcada por sí misma y en su totalidad —aunque haya, no obstante, ciertas desviaciones—, tal y como existe, en toda su pureza. Como estos centros sólo pueden conseguir la finalidad que se proponen siempre y cuando que cada uno de ellos se enfrente, en la medida de lo posible, con la idea pura de la ciencia, los principios imperantes dentro de ellos son la soledad y la libertad. Sin embargo, puesto que tampoco la actuación espiritual de la humanidad puede prosperar más que en forma de cooperación, y no simplemente para que unos suplan lo que les falta a otros, sino para que los frutos logrados por unos satisfagan a otros y todos puedan ver la fuerza general, originaria, que en el individuo sólo se refleja de un modo concreto o derivado, es necesario que la organización interna de estos establecimientos de enseñanza cree y mantenga un régimen de cooperación ininterrumpido y constantemente vitalizado, pero no impuesto por la coacción ni sostenido de un modo intencional.

Otra de las características de los establecimientos científicos superiores es que no consideran nunca la ciencia como un problema perfectamente resuelto, y por consiguiente siguen siempre investigando; al contrario de la escuela, donde se enseñan y aprenden exclusivamente los conocimientos adquiridos y consagrados. La relación entre maestro y alumno, en estos centros científicos, es, por tanto, comple- tamente distinta a la que impera en la escuela. El primero no existe para el segundo, sino que ambos existen para la ciencia; la presencia y la cooperación de los alumnos es parte integrante de la labor de investigación, la cual no se realizaría con el mismo éxito si ellos no secundasen al maestro. Caso de que no se congregasen espontáneamente en torno suyo, el profesor tendría que buscarlos, para acercarse más a su meta mediante la combinación de sus propias fuerzas, adiestradas pero precisamente por ello más propensas a la unilateralidad y menos vivaces ya, con las fuerzas jóvenes, más débiles todavía, pero menos parciales también y afanosamente proyectadas sobre todas las direcciones.

Por tanto, lo que llamamos centros científicos superiores no son, desligados de toda forma dentro del Estado, más que la vida espiritual de los hombres a quienes el vagar externo o la inclinación interior conducen a la investigación y a la ciencia. Aun sin forma oficial alguna, siempre habría hombres que buceasen y acumulasen conocimientos por cuenta propia, otros que se pusiesen en relación con per- sonas de la misma edad y otros que reuniesen en torno a ellos un círculo de gentes más jóvenes. Pues bien; el Estado debe mantenerse también fiel a esta idea, sí quiere encuadrar en una forma más definida esta actuación vaga y en cierto modo fortuita. Deberá esforzarse; 1ro: en imprimir el mayor impulso y la más enérgica vitalidad a estas actividades; 2do.: en conseguir que no bajen de nivel, en mantener en toda su pureza y su firmeza la separación entre estos establecimientos superiores y la escuela (no sólo en teoría y de un modo general, sino también en la práctica y en las diversas modalidades concretas). Asimismo, debe tener siempre presente el Estado que, en realidad, su intervención no estimula ni puede estimular la consecución de estos fines; que, lejos de ello, su injerencia es siempre entorpece- dora; que sin él las cosas de por sí marcharían infinitamente mejor y que, en rigor, sus funciones se reducen a lo siguiente: puesto que en una sociedad positiva tienen que existir necesariamente formas exteriores y medios para toda clase de actividades, el Estado tiene el deber de procurarlos también para el cultivo de la ciencia. En su intervención, no es precisamente el modo como suministre estas formas y estos medios, sino que es el hecho mismo de que existan tales formas externas y medios para cosas completamente extrañas lo que acarrea siempre y necesariamente consecuencias perjudiciales, haciendo descender el nivel de lo espiritual y lo elevado al de la material y baja realidad; por consiguiente, el Estado no debe perder nunca de vista, en estos centros, su verdadera esencia interior, para reparar así lo que él mismo, aunque sea sin culpa, impida o dañe.

Y, aunque esto no sea más que otro aspecto del mismo método, los beneficios de él se acusarán en los resultados obtenidos, pues el Estado, si enfoca el problema desde este punto de vista, intervendrá de un modo cada vez más modesto. Y, en la actuación práctica del Estado, los criterios teóricamente falsos no quedan nunca impunes, aunque otra cosa se piense, ya que ningún acto del Estado es pura- mente mecánico.

Dicho lo anterior, se ve fácilmente que, en la organización interna de los establecimientos científicos superiores, lo fundamental es el principio de que la ciencia no debe ser considerada nunca como algo ya descubierto, sino como algo que jamás podrá descubrirse por entero y que, por tanto, debe ser, incesantemente, objeto de investigación.

Tan pronto como se deja de investigar la verdadera ciencia o se cree que no es necesario arrancarla de la profundidad del espíritu, sino que se la puede reunir extensivamente, a fuerza de acumular y coleccionar, todo se habrá perdido para siempre y de modo irreparable para la ciencia —la cual, si estos procedimientos prosiguen durante mucho tiempo, se esfuma, dejando tras sí el lenguaje como una corteza vacía—, y para el Estado. En efecto, sólo la ciencia que brota del interior y puede arraigar en él transforma también el carácter, y lo que al Estado le interesa, lo mismo que a la humanidad, no es tanto el saber y el hablar como el carácter y la conducta. Ahora bien; si se quiere evitar para siempre este extravío, lo único que se necesita es mantener vivos y en pie los siguientes tres postulados del espíritu: En primer lugar, derivarlo todo de un principio originario (con lo cual, todas las explicaciones de la naturaleza, por ejemplo, se elevarán del plano mecánico al plano dinámico, al orgánico y, finalmente, al plano psíquico en el más amplio sentido); en segundo lugar, acomodarlo todo a un ideal; finalmente, articular en una idea este ideal y aquel principio.

Claro está que no cabe precisamente estimular esta tendencia, ni a nadie se le ocurrirá tampoco que es necesario comenzar a estimularla, tratándose de alemanes. El carácter nacional intelectual de los alemanes tiene ya de suyo esta tendencia, y lo único que se necesita es evitar que se la con- trarreste ni por medio de la violencia ni por obra de un antagonismo que, indudablemente, también pudiera plantearse.

Como de los centros científicos superiores debe desterrarse todo lo que sea unilateral, puede ocu- rrir, naturalmente, que en ellos actúen también muchos que no profesen aquella tendencia y algunos que la repugnen; solamente en unos cuantos se encontrará en toda su plenitud y en toda su pureza, y bastará con que se manifieste alguna vez que otra de un modo verdadero, para que ejerza un influjo amplio y perdurable. Lo que sí tiene que imperar siempre desde luego, es un cierto respeto hacia ella, en quienes la instituyen, y un cierto temor en quienes quisieran verla destruida.

La filosofía y el arte son los campos en los que de un modo más acusado y específico se manifiesta dicha tendencia. Sin embargo, estas manifestaciones no sólo degeneran fácilmente, sino que tampoco puede esperarse mucho de ellas, si su espíritu no se trasmite debidamente a las otras ramas de conocimiento y a los otros tipos de investigación, o sólo se trasmite de un modo lógica o matemáticamente formal.

Finalmente, si en los centros científicos superiores impera el principio de investigar la ciencia en cuanto tal, ya no será necesario velar por ninguna otra cosa aisladamente. En estas condiciones, no faltará ni la unidad ni la totalidad, lo uno buscará a lo otro por sí mismo y ambas cosas se completarán de por sí, en una relación de mutua interdependencia, que es en lo que reside el secreto de todo buen método científico. En cuanto a lo interior, quedarán cubiertas, de este modo, todas las exigencias.

En lo tocante al aspecto externo de las relaciones con el Estado y con sus actividades, éste sólo deberá velar por asegurar la riqueza (fuerza y variedad) de energías espirituales, lograda a través de las selección de los hombres que allí se agrupen y de la libertad de sus trabajos. Pero la libertad no se halla amenazada solamente por el Estado, sino también por los propios centros científicos, los cuales, al ponerse en marcha, adoptan un cierto espíritu y propenden a ahogar de buen grado el surgir de otro. Y el Estado debe cuidarse también de salir al paso de los daños que esto podría ocasionar.


Pero lo fundamental estriba en la elección de los hombres que se ponga a trabajar en estos centros. Después de esto, lo más importante es que se fijen pocas y sencillas, pero más profundas que de ordi- nario, leyes de organización, a las que sólo es posible referirse al tratar de las diversas partes concretas. Finalmente, es necesario decir algo acerca de los medios auxiliares, a propósito de lo cual debe observarse, en términos muy generales, que la acumulación de colecciones muertas no ha de conside- rarse como lo fundamental, sino que, lejos de ello, no debe olvidarse que pueden fácilmente contribuir a embotar y degradar el espíritu; he ahí explicado por qué las universidades y las academias más ricas no son siempre, ni mucho menos, aquellas en que las ciencias se cultivan de un modo más profundo y más floreciente. Y lo que decimos de los establecimientos científicos superiores en cuanto a las activi- dades del Estado en su conjunto, puede aplicarse también, en lo que se refiere a sus relaciones, como

centros superiores, con la escuela, y como centros científicos, con la vida práctica.

El Estado no debe considerar a sus universidades ni como centros de segunda enseñanza ni como escue- las especiales, ni servirse de sus academias como diputaciones técnicas o científicas. En general (pues más adelante diremos qué excepciones concretas deben admitirse respecto a las universidades), no debe exigirles nada que se refiera directamente a él, sino abrigar el íntimo convencimiento de que en la medida en que cumplan con el fin último que a ellas corresponde cumplen también con los fines propios de él, y además, desde un punto de vista mucho más alto, desde un punto de vista que permite una concentración mucho mayor y la movilización de fuerzas y resortes que el Estado no puede poner en movimiento.

De otra parte, al Estado le incumbe, primordialmente, el deber de organizar sus escuelas de modo que su labor redunde en provecho de las actividades de los centros científicos superiores. Esto responde, prin- cipalmente, a una comprensión certera de sus relaciones con estos centros y al fecundo convencimiento de que, como tales escuelas, ellas no están llamadas a anticipar ya la enseñanza de las universidades y de que éstas no constituyen tampoco un mero complemento de la escuela, de igual naturaleza que ella, un curso escolar superior, sino que el paso de la escuela a la universidad representa una fase en la vida juvenil, para la cual la escuela prepara al alumno, si trabaja bien, de modo que se pueda respetar su libertad y su independencia, lo mismo en lo psíquico que en lo moral y en lo intelectual, desligándolo de toda coacción, en la seguridad de que no se entregará al ocio ni a la vida práctica, sino que sentirá la nostalgia de elevarse a la ciencia, que hasta entonces sólo de lejos, por decirlo así, se le había mostrado. El camino que tiene que seguir la escuela para llegar a este resultado es sencillo y seguro. Le basta con preocuparse exclusivamente del desarrollo armónico de todas las capacidades de sus alumnos; con ejercitar sus fuerzas sobre el número más pequeño posible de objetos y, en la medida de lo posible también, abarcándolos en todos sus aspectos y haciendo que todos los conocimientos arraiguen en su espíritu de tal modo que la comprensión, el saber y la creación espiritual no cobren encanto por las circunstancias externas, sino por su precisión, su armonía y su belleza interiores. Para esto y para ir preparando la inteligencia con vistas a la ciencia pura, deben utilizarse preferentemente las matemáticas a partir de las primeras manifestaciones de capacidad mental del alumno.

Así preparado, el espíritu capta la ciencia por sí mismo; en cambio, aun con igual aplicación y el mismo talento, pero con otra preparación, se hundirá inmediatamente o antes de terminar su formación en actividades de carácter práctico, inutilizándose también para estas mismas tareas, o se desperdigará, por falta de una aspiración científica superior, en conocimientos concretos y dispersos.


Sobre el criterio de clasificación de los centros científicos superiores y las diversas clases de los mismos

Solemos entender por centros científicos superiores las universidades y las academias de ciencias y de artes. Y no es difícil concebir estas instituciones, surgidas fortuitamente, como surgidas de la misma idea; sin embargo, en estas concepciones, muy socorridas desde los tiempos de Kant, hay siempre algo que no es del todo correcto; además, la empresa es, a veces, inútil.

En cambio, es muy importante el problema de saber si realmente vale la pena de crear o mantener, al lado de una universidad y además de ella, una academia y qué radio de acción se debe asignar a cada una de por sí y ambas conjuntamente, para que cada una de las dos funcione con su propia y específica modalidad.

Cuando se dice que la universidad sólo debe dedicarse a la enseñanza y a la difusión de la ciencia, y la academia, en cambio, a la profundización de ella, se comete, manifiestamente, una injusticia contra la universidad. La profundización de la ciencia se debe tanto a los profesores universitarios como a los académicos, y en Alemania más todavía, y es precisamente la cátedra lo que ha permitido a estos hombres hacer los progresos que han hecho en sus especialidades respectivas. En efecto: la libre exposición oral ante un auditorio entre el que hay siempre un número considerable de cabezas que piensan también juntamente con la del profesor, espolea a quien se halla habituado a esta clase de estudio tanto seguramente como la labor solitaria de la vida del escritor o la organización inconexa de una corporación académica. El progreso de la ciencia es, manifiestamente, más rápido y más vivo en una universidad, donde se desarrolla constantemente y además a cargo de un gran número de cabezas vigorosas, lozanas y juveniles.

La ciencia no puede nunca exponerse verdaderamente como tal ciencia sin empezar por asimilárse- la independientemente, y, en estas condiciones, no sería concebible que, de vez en cuando e incluso frecuentemente, no se hiciese algún descubrimiento. Por otra parte, la enseñanza universitaria no es ninguna ocupación tan fatigosa que deba considerarse como una interrupción de las condiciones pro- picias para el estudio, en vez de ver en ella un medio auxiliar al servicio de éste.

Además, en todas las grandes universidades hay siempre profesores que, desligados de los debe- res de la cátedra en todo o en parte, pueden dedicarse a estudiar o investigar en la soledad de su despacho o de su laboratorio. Indudablemente, podría dejarse la profundización de la ciencia a cargo de las universidades solamente, si éstas se hallasen debidamente organizadas, prescindiendo de las academias para estos fines. . .

Si examinamos la cosa a fondo, vemos que las academias han florecido principalmente en el extran- jero, donde no se conocen todavía y apenas se aprecian los beneficios que rinden las universidades alemanas, y, dentro de la propia Alemania, en aquellos sitios, preferentemente, en que no existían uni- versidades y donde éstas no estaban todavía animadas por un espíritu tan liberal y tan universal como el de nuestros días. En tiempos recientes, ninguna se ha destacado especialmente, y las academias han tenido una participación nula o muy escasa en el verdadero auge de las ciencias y las artes alemanas. Por tanto, para mantener ambas instituciones en acción, de un modo vivo, es necesario combinarlas entre sí de tal modo, que, aunque sus actividades permanezcan separadas y se desenvuelvan cada cual en su órbita propia, sus miembros, los universitarios y los académicos, no pertenezcan nunca exclusivamente a una de las dos clases de centros. Así combinadas, la existencia independiente de ambas puede dar nuevos y excelentes frutos. Pero, en estas condiciones, los tales frutos no responderán tanto, ni mucho menos, a las actividades peculiares de ambas instituciones como a la peculiaridad de su forma y de su relación con el Estado.

En efecto, la universidad se halla siempre en una relación más estrecha con la vida práctica y las necesidades del Estado, puesto que tiene a su cargo siempre tareas de orden práctico al servicio de éste y le incumbe la dirección de la juventud, mientras que la academia se ocupa exclusivamente de la ciencia de por sí. Los profesores universitarios mantienen entre sí una relación puramente general acerca de puntos referentes a la organización externa e interna de la disciplina; pero, en lo tocante a sus disciplinas específicas, sólo mantienen comunicación entre sí en la medida en que se sienten inclinados a hacerlo; fuera de estos casos, cada cual sigue su camino propio.

En cambio, las academias son sociedades destinadas verdaderamente a someter la labor de cada cual al juicio de todos. Por estas razones, la idea de una academia debe mantenerse como la del hogar supremo de la ciencia y la de la corporación más independiente del Estado, exponiéndose incluso al peligro de que esta corporación, con sus actividades demasiado escasas o demasiado unilaterales, demuestre que lo bueno y lo conveniente no siempre se impone con la máxima facilidad cuando las condiciones externas son las más favorables. Creemos que hay que correr ese riesgo, ya que la idea de por sí es bella y saludable, y siempre podrá llegar el momento en que pueda realizarse también de un modo digno.

Entre la universidad y la academia se establecerá, así, una emulación y un antagonismo y, además, un intercambio mutuo de influencias de tal naturaleza, que cuando haya razones para temer que una u otra incurran en excesos o acuse una deficiencia de actividad, se restablecerá entre ambas, mutua- mente, el equilibrio.

Este antagonismo a que nos referimos recaerá, en primer lugar, sobre la elección de los miembros de ambas corporaciones. Todo el que sea académico tendrá, en efecto, derecho a profesar cursos universitarios sin necesidad de nombramiento especial, pero sin que por ello quede incorporado a la universidad como profesor. En consecuencia, habrá diversos sabios que sean al mismo tiempo profesores universitarios y académicos, pero en ambas instituciones existirán, además, otros que pertenezcan exclusivamente a una de las dos.

El nombramiento de los profesores de universidad debe ser de la competencia exclusiva del Estado. No sería, indudablemente, acertado conceder a las facultades universitarias, en este respecto, una influencia mayor de la que ejercería por sí mismo un consejo de curadores inteligente y mesurado. En el seno de la universidad, los antagonismos y las fricciones son saludables y necesarios, y las colisiones producidas entre los profesores por sus propias disciplinas pueden también contribuir involuntariamente a hacer avanzar sus puntos de vista. Además, las universidades, por su propia estructura, se hallan enlazadas demasiado estrechamente con los intereses directos del Estado.

En cambio, la elección de los miembros de una academia debe dejarse a cargo de ésta misma, supe- ditándose solamente a la ratificación regia, que sólo en casos muy raros será denegada. Es el régimen que mejor cuadra a las academias, como sociedades en las que el principio de la unidad es mucho más importante y cuyos fines puramente científicos no interesan tanto al Estado como a tal Estado.

Ahora bien; de aquí surge el correctivo a que aludíamos más arriba, en cuanto a las elecciones a los centros superiores de ciencia. Como el Estado y las academias toman una parte aproximadamente igual en ellos, no tardará en revelarse el espíritu con que ambas clases de establecimientos actúan, y la propia opinión pública se encargará de juzgarlos imparcialmente, a unos y otros, sobre el terreno, si se desvían de su camino. Sin embargo, como no será fácil que ambos yerren al mismo tiempo, por lo menos del mismo modo, no todas las elecciones correrán, al menos, el mismo peligro, y la institución, en conjunto, se hallará a salvo del vicio de la unilateralidad.

Lejos de ello, la variedad de fuerzas que actúan en estos centros habrá de ser grande, ya que a las dos categorías de científicos: los nombrados por el Estado y los elegidos por las academias, vendrán a sumarse los docentes libres, destacados y sostenidos exclusivamente, por lo menos al principio, por la adhesión de sus alumnos.

Aparte de esto, las academias, además de sus labores específicamente académicas, pueden desa- rrollar una actividad peculiar a ellas por medio de observaciones y ensayos organizados en un orden sistemático. Algunos de ellos deberán dejarse a su libre iniciativa; otros, en cambio, se les deberán encomendar, y en estos trabajos que se les encomienden deberá influir, a su vez, la universidad, con lo cual se establecerá un nuevo intercambio entre las universidades y las academias. Academias,

universidades e instituciones auxiliares son, por tanto, tres partes integrantes e igualmente indepen- dientes de la institución en su conjunto.

Todas ellas se hallan, las dos últimas más y la primera menos, bajo la dirección y la alta tutela del Estado. Academias y universidades gozan de igual autonomía, si bien se hallan vinculadas en el sentido de que tienen miembros comunes: la universidad deberá autorizar a todos los académicos para explicar cursos en ella y las academias, a su vez, deberán organizar aquellas series de observaciones y ensayos que la universidad les proponga. Los institutos auxiliares serán utilizados y vigilados por ambas, pero las funciones de vigilancia deberán ser ejercidas indirectamente a través del Estado3.


3 El escrito se interrumpe aquí. (Ed.)